Me sueñan en una habitación por terminar, de cemento desnudo.
La cama, algunos muebles, están en su sitio; el resto de las cosas se amontonan por las esquinas; caos y memoria, como aquellos desvanes que explorabas siendo niño.
Intuyo recuerdos personales en cada prenda de ropa, en la lámpara polvorienta, en la bufanda rota . Pero son historias de otros sueños, y no logro prestarles atención.
A través de un
tabique aún por construir se filtra una luz suave y cálida que me impide ver el
exterior. Hay otra estancia anexa a la mía, digna del palacete de algún lord
inglés: altas ventana, sillas acolchadas, enormes estanterías.
En todas partes se percibe
movimiento. Gente que va y viene, trayendo cajas, instalando muebles, levantando
paredes; el edificio crece a nuestro alrededor.
Y sin embargo, yo me estoy yendo.
Sobre la cama reposa
una maleta roja, vieja, cuero y metal, ambos hechos polvo; y aunque hay otras
muchas a mi alrededor, sé que es la única que me llevaré. En torno a ella se
acumulan mis notas, mis pensamientos escritos. Cientos de papeles, servilletas,
libretas a medias y folios arrugados en los que he intentado destilar, con
escaso éxito, algún aspecto de mi desordenada mente.
Pero me doy cuenta de que no espacio
suficiente, que no podré llevarlos conmigo, y que de todas formas es un acto
inútil.
Después de todo, lo que importa es
el viaje.
Todo esto lo
pienso, lo sé, en el mismo primer instante en el que me sueñan.
En el segundo, ya he tirado dos jerséis
gastados y un pantalón de pana en la desvencijada maleta; he agarrado del
montón un único papel, teñido de un horrible color rosa oscuro, y cuyo
contenido desconozco; y he bajado por las escaleras de cemento, aún a medio
hacer.
Al llegar al piso de abajo me doy
cuenta de que he pasado a ser yo el soñador
Aquí la casa
es, más aún, un esqueleto de hierro y cemento; a pesar de todo se está
celebrando una gran fiesta, donde todos gritan y discuten por algún motivo que
se me escapa.
Pero no puedo
pararme a averiguarlo, ya no tengo tiempo para perder; debo apresurarme,
emprender el viaje.
Son las 18.00.
Ya ha salido el último tren, así que decido coger un taxi.
Son las 18.00.
Ya ha salido el último tren, así que decido coger un taxi.
Arranco sin saber muy bien a dónde
voy. Alguien, no recuerdo quién, dijo hace rato que mi destino era Argentina;
pero no quiero hacerle mucho caso. Además, ahora veo claro que antes de nada
tengo que pasar por Madrid.
Se lo digo al conductor. Me recuesto
en el asiento, abrazando con fuerza mi maleta roja, que a estas alturas del
sueño ya se ha convertido en una mochila negra; y mirando por la ventanilla, me
abandono al hipnótico paso de las farolas de carretera.
Ha empezado a llover.
Va a ser una
noche larga.
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