Hay canciones donde se podría perder la vida,
en una extraña mezcla de accidente y suicidio.
No es que uno lo decida de antemano, o lo vaya buscando; más bien se lo encuentra, un día cualquiera, quizás mientras conduce por una apartada carretera inundada por la lluvia, y de improviso en el reproductor salta Popplagið, de Sigur Rós; o Moya, de Godspeed You! Black Emperor. Y la canción progresa, y uno va abandonándose a ella, alimentándola, haciéndola crecer; haciendo que poco a poco engulla el coche, la carretera, el bosque, el cielo, la lluvia, el país, el mundo, todo, y de vuelta, a tí mismo, consumiéndote hasta que ya no hay más tú, sólo una sombre de algo etéreo que pugna por salir de la torpe carcasa en la que se ha convertido tu cuerpo.
En medio de todo ello la idea de, simplemente, soltar el volante y dar el salto definitivo no parece algo descabellado.
Igual que coronar la cima de una montaña, o quedarse flotando en el fondo del Océano, donde la inmensidad diluye tu presencia, tu esencia, hasta hacerte nada.
(Sólo hay un lugar, aquí)
Igual que en ese orgasmo que sacude tu columna vertebral como un latigazo, que congela tu aliento, y con él, el tiempo.
(Sólo hay un momento, ahora)
Así, atravesando esa fina membrana de ilusión, disipando nuestra idea del espacio y del tiempo, nos damos cuenta de que la Muerte no tiene importancia, que siempre ha estado ahí, a un brazo de distancia; que en esos momentos la estamos acariciando con la punta de los dedos, y que sólo hace falta un leve paso, un ligero dejarse ir, para alcanzarla, y así, alzar con ella el vuelo.
¿Qué mejor que morirse, que diluirse, en esa cama, en esos brazos?
A 30 metros de profundidad, a 8000 de altitud.
En el 9'20" de la canción.
Estás allí, en ese momento.
Y el momento es infinito.
Hay música que debería estar prohibida en los coches.