Wednesday, 18 December 2013

Canciones en las que morir



Hay canciones donde se podría perder la vida,
en una extraña mezcla de accidente y suicidio.

No es que uno lo decida de antemano, o lo vaya buscando; más bien se lo encuentra, un día cualquiera, quizás mientras conduce por una apartada carretera inundada por la lluvia, y de improviso en el reproductor salta Popplagið, de Sigur Rós; o Moya, de Godspeed You! Black Emperor. Y la canción progresa, y uno va abandonándose a ella, alimentándola, haciéndola crecer; haciendo que poco a poco engulla el coche, la carretera, el bosque, el cielo, la lluvia, el país, el mundo, todo, y de vuelta, a tí mismo, consumiéndote hasta que ya no hay más tú, sólo una sombre de algo etéreo que pugna por salir de la torpe carcasa en la que se ha convertido tu cuerpo.
En medio de todo ello la idea de, simplemente, soltar el volante y dar el salto definitivo no parece algo descabellado.

Igual que coronar la cima de una montaña, o quedarse flotando en el fondo del Océano, donde la inmensidad diluye tu presencia, tu esencia, hasta hacerte nada.

(Sólo hay un lugar, aquí)

Igual que en ese orgasmo que sacude tu columna vertebral como un latigazo, que congela tu aliento, y con él, el tiempo.

(Sólo hay un momento, ahora)

Así,  atravesando esa fina membrana de ilusión, disipando nuestra idea del espacio y del tiempo, nos damos cuenta de que la Muerte no tiene importancia, que siempre ha estado ahí, a un brazo de distancia; que en esos momentos la estamos acariciando con la punta de los dedos, y que sólo hace falta un leve paso, un ligero dejarse ir, para alcanzarla, y así, alzar con ella el vuelo.

¿Qué mejor que morirse, que diluirse, en esa cama, en esos brazos?
A 30 metros de profundidad, a 8000 de altitud.
En el 9'20" de la canción.
Estás allí, en ese momento.
Y el momento es infinito.



Hay música que debería estar prohibida en los coches.

Friday, 13 December 2013

Me sueñan




Me sueñan en una habitación por terminar, de cemento desnudo.


La cama, algunos muebles, están en su sitio; el resto de las cosas se amontonan por las esquinas; caos y memoria, como aquellos desvanes que explorabas siendo niño.
Intuyo recuerdos personales en cada prenda de ropa, en la lámpara polvorienta, en la bufanda rota . Pero son historias de otros sueños, y no logro prestarles atención.
A través de un tabique aún por construir se filtra una luz suave y cálida que me impide ver el exterior. Hay otra estancia anexa a la mía, digna del palacete de algún lord inglés: altas ventana, sillas acolchadas, enormes estanterías.
En todas partes se percibe movimiento. Gente que va y viene, trayendo cajas, instalando muebles, levantando paredes; el edificio crece a nuestro alrededor.
Y sin embargo, yo me estoy yendo.
Sobre la cama reposa una maleta roja, vieja, cuero y metal, ambos hechos polvo; y aunque hay otras muchas a mi alrededor, sé que es la única que me llevaré. En torno a ella se acumulan mis notas, mis pensamientos escritos. Cientos de papeles, servilletas, libretas a medias y folios arrugados en los que he intentado destilar, con escaso éxito, algún aspecto de mi desordenada mente.
Pero me doy cuenta de que no espacio suficiente, que no podré llevarlos conmigo, y que de todas formas es un acto inútil.
Después de todo, lo que importa es el viaje.
Todo esto lo pienso, lo sé, en el mismo primer instante en el que me sueñan.
En el segundo, ya he tirado dos jerséis gastados y un pantalón de pana en la desvencijada maleta; he agarrado del montón un único papel, teñido de un horrible color rosa oscuro, y cuyo contenido desconozco; y he bajado por las escaleras de cemento, aún a medio hacer.
Al llegar al piso de abajo me doy cuenta de que he pasado a ser yo el soñador
Aquí la casa es, más aún, un esqueleto de hierro y cemento; a pesar de todo se está celebrando una gran fiesta, donde todos gritan y discuten por algún motivo que se me escapa.
Pero no puedo pararme a averiguarlo, ya no tengo tiempo para perder; debo apresurarme, emprender el viaje.
Son las 18.00.
Ya ha salido el último tren, así que decido coger un taxi.
Arranco sin saber muy bien a dónde voy. Alguien, no recuerdo quién, dijo hace rato que mi destino era Argentina; pero no quiero hacerle mucho caso. Además, ahora veo claro que antes de nada tengo que pasar por Madrid.
Se lo digo al conductor. Me recuesto en el asiento, abrazando con fuerza mi maleta roja, que a estas alturas del sueño ya se ha convertido en una mochila negra; y mirando por la ventanilla, me abandono al hipnótico paso de las farolas de carretera.
Ha empezado a llover.
Va a ser una noche larga.

Sunday, 1 December 2013

A un paso de distancia

Miro.
Lo veo.
Quieto, la cabeza gacha.
El ruido, repentino, familiar, atronador, diluye mi atención.
Vuelvo a mirar.
Ya no está.

Me detengo. Comienzo a comprender.
La gente pregunta. Se espanta. Grita. Poco a poco. Luego, todo a la vez.
En el andén, un hombre, ya en sus sesenta, de ojos llorosos y mirada perdida, hace gestos imprecisos hacia uno de los vagones, o a las personas de su interior, o a su propia impotencia; dudo que él mismo lo sepa. Y en cualquier caso, carece ya de sentido.

Tomo una bocanada de aire, densa, profunda. En ella percibo un olor pesado y empalagoso, que sé (casi) seguro que aún no existe, pero que mi imaginación se empeña en ilustrar con todos sus detalles.
Antes de que el tren acabe de detenerse, ya me he dado la vuelta. Subo las escaleras, despacio, contacorriente, maldiciendo -no sé el que- en mi cabeza. En treinta segundos estoy en la calle. Me cuesta llenar los pulmones, y camino con un rumbo perdido.

Pienso en el ser humano que en cuestión de segundos se ha convertido en un amasijo de carne, sangre, huesos; organos, facciones, pensamientos, ideas, sentimientos. Todo ya indiferenciado. Informe. En el fondo de una via.

Pienso en como hemos convertido el honor de la muerte en el horror de la muerte, y la aventura de la vida en el horror de la vida, y en cómo hemos hecho añicos el simple acto de existir.

Pienso en ese ente monstruoso llamado Ciudad, y su indiferencia hacia nuestra propia existencia. O nuestro sacrificio.
Lo importante es que el movimiento no se detenga:
parar
acordonar
rascar
limpiar
serrín
adelante.
Siguiente tren.
Y que sus ocupantes no sepan que ruedan sobre cadáveres.
No sea que se planteen escapar del monstruo ellos también.

Llego a mi destino.
Andando erráticamente he cruzado la ciudad.
No vuelvo a coger el metro en los siguientes días.

En una parada de autobús, un anuncio de la lotería promete la libertad, como si de una distopía Orwelliana se tratara.
Pero la lotería no le toca a 50 millones de personas; y muchos (cada día unos cuantos más, cada día un poco peor) prefieren buscar la libertad a un paso de distancia.